miércoles, 28 de noviembre de 2012

Colgada

“Es duro”- dijo ella.

“Lo sé”- respondió él secamente.

“¿Cómo lo llevas?”- se interesó Marie.

“Lo llevo que ya es”- contestó con manifiesta desgana el ingeniero.

“No podemos seguir así, sabes que…”

“Perdona un momento, tengo otra llamada…”- dijo él antes de que ella pudiera decir nada más.

Ahí estaba ella, con el frasco de pastillas en una mano y el teléfono en la otra. Se oía el típico hilo musical de fondo dado que la había dejado a la espera. Una, dos, tres, cuatro y cinco. Creo que será suficiente, se dijo a sí misma. Las engulló y bebió un largo trago de whisky. Nunca le gustó el bourbon pero por eso lo compró, quería algo que le recordara porqué había llegado a esa situación.

Al principio, no sintió nada, tan sólo el gusto a madera rancia del whisky.

“Perdona ya estoy aquí de nuevo, era el pesado de la caldera que…”- acertó a oír ella y a partir de ahí, la paranoia.

El teléfono quedó descolgado. Marie empezó a sudar cómo nunca antes lo había hecho. La camiseta quedó empapada especialmente la zona de las axilas. Le caían las gotas de sudor por la barbilla. Levantó la cabeza y vio el retrato de su padre reflejado en la pared junto a unas letras que decían. YA TE LO DIJE.

Su angustia iba en aumento y se tapó la cabeza con una manta. El alivio fue momentáneo ya que el agobio de la oscuridad y el sudor le causaban un torbellino de sensaciones en la cabeza. Notaba que la presión craneal aumentaba y llegó a pensar en bolsas de palomitas hinchadas cuando se ponen en el microondas. Se sacó la manta de la cabeza y cayó redonda. Fulminada.

Su último pensamiento fue: “¿Y qué es lo que me dijiste Papá? ¿Que te gustaban mis tetas? o ¿que no se lo dijera a Mamá?”



viernes, 16 de noviembre de 2012

nido vacío

Siempre pensé que verte marchar me dolería ya que sospechaba que quedaría un hueco de difícil reemplazo. Había imaginado más de una vez la escena y siempre de la misma forma.

Tú, bajando por las escaleras de casa con una gran maleta y una bolsa de deporte. Tu flequillo tapando parcialmente tu ojo izquierdo para acabar volando de forma alocada después que tú lo soplaras de esa manera tan tuya y que tanto gusta a las chicas. Vestido con una sudadera deportiva, unos tejanos raídos y unas bambas último modelo. Te pondrías las manos en los bolsillos con esa actitud genuinamente tuya de no haber roto nunca un plato. Me darías un beso en la mejilla, seguido de un fuerte abrazo y me dirías que al llegar al campus de la universidad me llamarías.

Yo aguantaría al máximo pero inevitablemente las lágrimas inundarían mis ojos. No serían lágrimas de pena pero de alegría tampoco, supongo que se deberían al sentimiento del deber cumplido y a la sensación del nido vacío. En un instante, me vendrían a la memoria infinidad de recuerdos desde la primera vez que te acuné, tus cereales antes de ir al cole, la vez que te pillé fumando, tus resacas, tus primeras novias.


Pero ya ves, la realidad siempre supera la ficción. Y maldigo el día en que imaginé esa escena y el miedo que me daba. Seré boba.

Me daría con un canto en los dientes si te viera marchar ahora mismo de casa por tu propio pie y no viendo entrar a los paletas para adecuar la casa a tu movilidad reducida (tal y como decía el doctor). Paralítico, coño, con todas sus letras.

Dios, cómo sufre una madre.

jueves, 8 de noviembre de 2012

Los blancos no la saben meter

CJ era un base rápido y explosivo. Bueno en el uno contra uno, aceptable lanzador de triples y hábil en lo que a manejo del partido se refería. Él y sus dos amigos, Wallace y Reggie eran los reyes del downtown. Dominaban el deporte de los aros, las redes, la zona, los bloqueos, la pintura, el pick and roll. Eran los mejores en la calle. Streetball.


Los tres eran negros. Prodigios de la ciencia, decían ellos. Cuerpos fuertes y atléticos. CJ tenía machacado a un blanquito y a su tribu. Jugaban bien pero estaban a años luz de los White Chocolate. WC era como se llamaba el equipo de CJ. Era una forma de burla hacia los blanquitos.

“Los blancos no la saben meter”- solía decirle al blanquito a la oreja cuando jugaban. Éste acababa desquiciado.

El tiempo pasó y el básquet dejó de ser su nexo de unión. En una fría mañana de noviembre, el blanquito decidió tomar el 14 que va desde el downtown hasta el centro. Hacía poco que había regresado al barrio después de su aventura asiática. Un banco de inversiones le había fichado y traído de vuelta  a casa.

En el preciso instante de subir al autobús tuvo un flash. Vio a CJ, con una panza prominente y calva, conduciendo el autobús. Su sed de venganza recorrió cada terminación nerviosa de su cuerpo.

Sacó la cartera, cogió la tarjeta y disponiéndose a meterla , sonrió a CJ y dijo:

“Bonito día para que un blanquito la meta, no crees?”

CJ frunció el ceño y arrancó.