Juan abre la nevera. La estudia con detenimiento mirando balda por balda qué productos hay y cuáles hay que comprar. Intuye que la planificación será, de nuevo, primordial. Su menú será clásico pero con toques de modernidad. “El club” como se autodenominan está formado por gente variopinta pero los gustos clásicos predominan.
Ha pensado en unos entrantes suaves, algo así como una crema ligera de guisantes con toques de parmesano y aceite de oliva. Las tostadas de sésamo con reno ahumado tampoco faltarán ni la mousselina de foie con virutas de ibérico. Empezarán con un chardonnay fresco que acompañe estos tres platillos. La gente suele beber más al inicio de la cena por lo que ha previsto comprar el doble de botellas de blanco que de tinto.
El plato principal será, como ya viene siendo tradición, una espalda de cordero asada con frutas y hierbas del bosque. Para entonces, María ya irá medio borracha ya que el blanco le pierde. El sector carnívoro engullirá el manjar con una sonrisa en la boca y la copa de tinto en la mano. Escogerá un vino fuerte de la tierra para dar cuerpo al ágape.
El postre es el momento culminante. Nada de turrones, nada de dulces típicos. Tiramisú, como marcan los cánones, será el elegido. Copa de cava y pacharán.
La sobremesa es, en el fondo, lo que todos están esperando ansiosos. Saben que es la hora de la ruleta y de la orgía. Todos los miembros de “El club” son millonarios y avariciosos. Gente triste sin ganas de compartir lo que tienen. Se reúnen una vez al año por estas fechas. Cenan bien, beben mejor, follan cómo si fuera la última vez ya que, efectivamente, para uno de ellos lo será.
Uno de ellos morirá a manos del revolver dorado. Su fortuna se repartirá entre el resto. El muerto habrá dejado un papel con el nombre de su sustituto.
Juan intuye que cenará bien.