Ya no sé cuánto hace.
Debí perderla cuenta pasados cuatro o cinco meses de llegar aquí. Y de eso hace
ya bastante. En un principio, empecé con el sistema de los palitos en la pared.
Cada día uno. Llegó un momento que ignoraba si lo había marcado. Ahí empecé a
comprender la magnitud del problema.
A menudo no era capaz de
distinguir el día y la noche. Mis biorritmos ya no servían de brújula. El
galopante entumecimiento de mis músculos se unió a un drástico cambio en la
dieta, en mis hábitos. Acostumbrado a tener la mente ocupada con cosas del día
a día, mis cosas, empecé a ejercitar mi memoria con una de mis mejores armas,
el cálculo mental. Sirvió para retrasar el declive pero más temprano que tarde
padecí una pérdida progresiva de mi habilidad calculadora.
Lo único que me mantenía
a flote era una pequeña rendija entre dos tablones robustos de madera que
habían puesto para tapar la única ventana que daba al exterior. Era lo
suficientemente grande para dejar entrar un rayo de sol en los días de invierno
que, sin duda, aportaba calidez a ese lúgubre cuartucho. Me imaginaba paseando
sin destino fijo, tan sólo siguiendo el camino marcado por mis pies. Delicioso.